Ayer en bebesymas.com, se publicó este artículo que con el que estoy absolutamente de acuerdo y que habla de nuevo sobre el castigo físico a los niños. Lo copio íntegro, sin tocar ni una coma…me parece muy bien estructurado y explicado.
Creo que vale la pena leerlo con la mente abierta, sin ánimo de culpabilizar ni de juzgar a nadie…todos hemos perdido los nervios alguna vez y todos educamos a nuestros hijos lo mejor que podemos o sabemos. Pero al mismo tiempo, hay que leerlo con humildad y sensibilidad…con ánimo de cambio y ganas de mejorar.
Yo por lo menos lo tengo claro, ni un sólo cachete vale la pena.
“Tus manos son para proteger”: campaña contra el castigo físico
Darle un azote a un niño podemos pensar que no tiene consecuencias, se ha hecho toda la vida y no ha pasado nada. Posiblemente muchos lectores nos contarán que los recibieron, y están seguros del amor de sus padres y que ese comportamiento no dejó secuelas, se han convertido en personas pacíficas y no guardan rencor. Sus padres lo hicieron lo mejor posible y unos azotes o pescozones no dejaron marca en ellos, asegurarán. Pero si, los azotes tienen consecuencias.
Obviamente, si no rechazamos aquella conducta errónea de nuestros padres tenemos posibilidades de repetirla con menos dificultades.
Al fin y al cabo, dirán, que un azote no es maltrato, no es una paliza, y se sobrevive sin daño aparente. Pero es violencia, y la violencia no puede ser la medida del amor de los padres a los hijos ni es una buena manera de educar con el ejemplo.
No hay ninguna aportación científica seria que aporte datos a favor de los azotes. Más bien al contrario, las modernas investigaciones neurológicas y psicológicas aportan datos en el sentido contrario. El estrés, el miedo y el dolor si dejan marcas.
Un niño que recibe un comportamiento violento de sus padres interioriza que la violencia puede ser aceptable si se ejerce contra alguien más debil o aduciendo una buena causa. No se siente dueño de su cuerpo ya que aquellos en quienes más confían lo agreden “por su bien”.
La paciencia y el agotamiento puede hacer mella en nosotros y también la tensión en una situación de peligro real. Entonces brota de nosotros esa violencia interiorizada en la infancia y la repetimos como medida extrema.
Pegar un azote o un pescozón es pegar, y del mismo modo que no consentiríamos que nadie nos ponga la mano encima bajo ninguna circunstancia, a nuestros hijos les debemos enseñar que nadie puede tocarlos a ellos ni pegarles, bajo ninguna causa, ni siquiera los adultos que tenemos autoridad sobre ellos.
Pegarle a un niño, insultarle, gritarle o amenazarlo con castigos físicos o abandono emocional no es un buen ejemplo (“los niños hacen lo que ven”). Puede servirnos a los adultos para que salga la rabia o el enfado, pero a costa de hacerlos recaer en el más debil.
La obediencia por miedo no es obediencia, es represión. La educación nace del ejemplo, la comprensión, la paciencia y el amor, no de perder el control y descargar la violencia en los niños.
En el estado emocional de miedo, rabia e impotencia en el que queda un niño que sufre un grito o un azote no hay nada que se pueda aprender ni interiorizar. Las normas o los comportamientos correctos que queremos inculcarles, el respeto hacia los otros, no hay forma de asimilarlo si ellos no están siendo respetados en su integridad física y moral.
El disimulo, la mentira, la desconfianza y la percepción del mundo como un lugar donde los actos no tienen consecuencias lógicas, sino castigos, no es el mejor modo de educar en la convivencia y la confianza. Lo que hará un niño al que se le pega será aprender a que no lo pillen por miedo, no a que su acción errada se autoexplica a si misma confortado por sus padres para asimilar el daño que ha podido realizar.
El niño no relaciona el castigo con el hecho acaecido, sino con la persona que lo agrede. Y muy raramente tiene éxito como medida que cambie el problema de fondo, si no es con el terror a un nuevo castigo.
Además, el castigo físico ya es un delito en España y no se tipifica su intensidad aunque se encuentre que una sociedad permisiva y acostumbrada a estos comportamientos no puede todavía controlar todos estos sucesos y la ley suele activarse solamente en los más graves o llamativos. Sin embargo, las autoridades son muy claras al respecto. Pegar un azote, tirar del pelo, dar un pescozón o un pellizco ya no tienen refrendo legal alguno como medios de corrección adecuada.
Las consecuencias de los azotes a nivel psicológico y moral son inevitables, y nuestro papel como padres no es repetir los errores de quienes nos educaron lo mejor que sabían, sino educar a nuestros hijos en la canalización sana de los conflictos.
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